Mes: Febrero 2015

Psicoterapia integrativa en Takiwasi

Por Nicolás Berasain

 

Preámbulo

            La psicoterapia es una derivada teórico-práctica de la psicología. La psicología, en efecto, es una disciplina que se propone comprender el funcionamiento del aparato psíquico pero, ya la sola pretensión de definirse, es problemática. El problema será obviamente lo que entendamos por psíquico. ¿Es lo psíquico un efecto neurobiológico o una dimensión que toca lo espiritual? En ambos casos, que sólo son dos posibilidades de respuesta, se implican una serie de premisas previas que no podemos atender en el marco de este artículo. Casi siempre, en psicología, deviene el momento en que el estudio o la formulación de intervenciones prácticas, requiere de un cierto compromiso epistemológico con un modelo de la mente. No es posible sostener una síntesis armónica y parsimoniosa entre todos los modelos existentes. Y asimismo, la derivada psicoterapéutica, que a grandes rasgos es una aplicación del susodicho modelo mental para fines terapéuticos, en la solución o abordaje de sintomatología emocional, social, relacional, psicosomática, etc., como extensión de la psicología de la que proviene, requiere de una congruencia mínima ya que sus operaciones se fundan en los principios teóricos y hallazgos clínicos originarios.

            Ahora bien, en el entramado contemporáneo de los múltiples modelos de la mente y sus respectivas psicoterapias, ocurre que ninguno ha conquistado la suficiencia necesaria para que los demás sean abandonados o superados. Una y otra vez, se demuestra que los principales modelos o escuelas de psicoterapia poseen, en distinto grado y forma, sus propios éxitos y fracasos. Cada psicoterapia ostenta eficacia ante ciertos fenómenos y deficiencia ante otros. No existe algo así como una “psicoterapia panacea”. Sin embargo, hoy asistimos a una propuesta denominada psicoterapia integrativa cuyo autor de referencia en estas páginas será el psicólogo chileno Roberto Opazo, autor del libro Psicoterapia Integrativa (Pehoé Ediciones, 2017). Pues bien, basándonos en algunas ideas directrices de su enfoque, pretendemos presentar un modelo integrativo en psicoterapia intentando ilustrar con él, justamente, este concepto de integración, a saber, el que emplea el centro Takiwasi, en Perú, que utiliza psicoterapia psicodinámica y lo que podríamos denominar ―no sin cierta indulgencia― “terapia chamánica”. 

Integración de la curandería amazónica y la terapia psicodinámica

            Desde tiempos inmemoriales, el ser humano ha visto desarrollarse en sus comunidades la figura del médico. En muchos contextos antiguos, el médico estaba dotado de capacidades que hoy consideraríamos mágicas o taumatúrgicas, es decir, medianeras entre la ciencia y la creencia. Y sin embargo, quizá por efectos de poderosas sugestiones, este médico obtenía ciertos resultados en sus operaciones. Utilizando plantas y especies fungi (reino de los hongos), además de “pases” que activaban energías invisibles, o sea, toda una parafernalia —que no admite ningún tono peyorativo— que imbuía la escena del tratamiento de eficacia, finalmente, el curandero sanaba las dolencias de sus pacientes.

            Ciertamente, esta descripción mínima apunta al personaje semilegendario del chamán, término que apunta etimológicamente a “el que ha visto”. ¿Qué ha visto este chamán? Pues un conjunto de factores asociados al pathos que declara una persona que acude a su ayuda. Este pathos es un padecer, una aflicción que será entendida como ocasionada por el desorden o desarmonía entre distintos niveles de la realidad humana. Por ejemplo, por un lado, una alteración alimentaria; por otro, una opresión emocional que ha significado la ausencia de apetito. Si además, el contexto coadyuva en el desconcierto, el sujeto puede verse envuelto en una crisis que, incluso el chamanismo contemporáneo, llamará espiritual.

            Sin embargo, el sincretismo que ha supuesto la modernidad, la colonización de las regiones donde aún en el siglo XX existían reductos poblacionales complejos, con “sistemas de salud” basados en la curandería, se vio irreversiblemente afectado por la presencia del europeo. Esta influencia recíproca, al menos desde el punto de vista de la medicina[1], implicó que los científicos y exploradores se interesaran rápidamente por la utilización de plantas, transformadas en brebajes, en sus terapias de todo orden. A su vez, el indígena también se benefició de los conocimientos médicos que vinieron del antiguo mundo. Con mayor o menor equilibrio en las justicias que se repartieron en tales encuentros, el caso es que una herencia surgió y un modo mestizo de abordar la enfermedad emergió a partir de esta confluencia.

            Desde el norte al sur de América, los pueblos aborígenes compartieron sus saberes, mismos que terminaron en industrias farmacéuticas convertidos en fármacos de uso común en nuestros días. Pero asimismo, y acercándonos a la cuestión de la psicoterapia, el propio ritual chamánico ofreció conocimientos y técnicas que psicólogos, psiquiatras, antropólogos y otros profesionales, tradujeron al paradigma científico “occidental”. Mientras Freud, a principios del siglo XX, confeccionaba su método, o Watson creaba sus bases epistemológicas, los investigadores de campo en América adquirían herramientas de intervención psicológica extraídas directamente del rito animista, donde los elementos, la flora y la fauna, podían estar insuflados de vida inteligente. El animismo como atribución de conciencia a la naturaleza, de facultad de comunicarse y hasta de actuar sobre la suerte humana, se traspasó al canon científico como equivalente de lo inconsciente, de un nivel intrapsíquico que legitimaba los recursos “místicos” y espirituales del procedimiento tradicional. El psicólogo clínico, interesado en tales maniobras, se sumergió en las prácticas autóctonas y sirvió de intérprete de lo que allí “realmente” ocurría. Fue así como tuvo la oportunidad, varias veces descrita en reportes y crónicas antropológicas y etnográficas, de conocer la experiencia con la ayahuasca o yagé, los hongos psilocibios o el San Pedro. Las pócimas elaboradas a partir de estas especies permiten que la ingesta detone experiencias llamadas estados modificados de conciencia (EMC), lugar mental en el que el chamán posibilita un entendimiento singular del mundo y la propia existencia.

            En el EMC el sujeto pone en perspectiva la manera que tiene de: Observar, percibir y hasta pensar acerca de cómo se relaciona con su historia personal y su entorno presente y ésta es la razón por cual la ciencia psicobiológica encontró una eficacia impostergable en el uso de sustancias psicodélicas con fines terapéuticos. Por cierto, es ésta una cronología que hace coincidir tales investigaciones en América con el descubrimiento en laboratorio del LSD por el químico suizo Albert Hoffman, quien sintetizó por primera vez LSD el 16 de noviembre de 1938 en los laboratorios Sandoz de Suiza.

            El Centro Takiwasi en Tarapoto, Perú, en plena selva amazónica, tiene justamente este propósito, a saber, utilizar una serie de recursos curanderiles que “médicos” amazónicos emplean para abordar distintas patologías que presentan los lugareños y extranjeros, principalmente, europeos, que hacen residencias en el Centro. De entre éstas, ciertamente, se encuentran problemas mentales, afectivos, sexuales, relacionales y espirituales. De hecho, uno de los desafíos clínicos más importantes son precisamente las adicciones que indígenas y mestizos sufren respecto del alcohol y otras sustancias. Tal es el éxito que Takiwasi ha obtenido integrando estas técnicas que el Ministerio de Salud peruano reconoce una estadística asombrosa en rehabilitación de toxicómanos: 74% de resultados óptimos en tratamientos  residenciales.

            La extracción de saber desde el conocimiento ancestral que podemos denominar curandería amazónica, para los efectos de este artículo sobre el centro Takiwasi, implica la validación del mismo. No obstante, es una validación metafórica pues en un extremo estará el científico PSI que reconoce su potencial terapéutico, al mismo tiempo que objeta el animismo, reinterpretándolo, y al otro extremo estará el chamán, que más bien rechazará la autocomplacencia cartesiana que duda de todo. Y aun así, la mayoría de estudiosos que se interesan en esta comunicación entre posturas tan opuestas, oscila entre estos extremos, privilegiando más un aspecto que otro, aun cuando todo apunta a que el uso de EMC resulta determinante para esta integración.

            En términos de procedimiento, debemos comparar la estructura del rito chamánico con el setting psicodélico. Y es que en Takiwasi se sintetizan de manera programática e institucional los aportes de la curandería y la psicodinámica. Vale decir, se explota el uso de la ayahuasca, principalmente, dentro de un marco ritualístico, pero para que el paciente prosiga con sesiones de terapia psicodinámica. Ambas instancias se alternan armónicamente gracias a la síntesis explícita que buscan los directivos del Centro. El mismo director, Jacques Mabit, es médico y asociado a la Sociedad Francesa de Psicoanálisis pero, además, es un “chamán” que dirige él mismo las ceremonias nocturnas y guía los procesos de toma de plantas (visionarias, purga, etc.).

             Pero lo realmente importante es, para lo que queremos destacar acá, cómo una institución que brinda espacios para el desarrollo de la salud mental y, específicamente, para el tratamiento de toxicómanos, sostiene un equilibrio entre el ejercicio de rituales tradicionales y el abordaje psicoterapéutico con sus internos. Así, por ejemplo, puede consignarse otro elemento extraído de la terapia ocupacional clásica, la ergoterapia. Su fundamento es simple. Los internos deben incorporar hábitos de autocuidado que, o no existieron antes, o se perdieron en el camino de la dependencia. La ergoterapia (“terapia del trabajo”) implica asumir roles domésticos típicos (aseo, cocina, ejercicio físico, etc.), suscribir una agenda y un calendario de actividades; compartir responsabilidades; y en general, reeducar conductas que apuntan a una coexistencia armoniosa.

            El centro Takiwasi ofrece una perspectiva integrativa del trabajo con toxicómanos y, por cierto, con grande éxito. Según sus propias declaraciones[2], esta eficacia se basaría en la complementariedad entre la sabiduría ancestral de los pueblos originarios, que practicaron una medicina del alma por siglos, y que abrieron su conocimiento a la ciencia psicológica para dar lugar a una propuesta que pretende obtener lo mejor de ambos mundos. Y es que la mirada psicodinámica de lo inconsciente, sigue teniendo un rol importante pues permite que terapeuta y paciente hagan uso de la transferencia, es decir, vínculo inconsciente de proyecciones recíprocas, para así ubicar un espacio de desarrollo basado en relaciones que se reeditan con el terapeuta (que puede ser madre, padre, pareja, etc.). Nos parece, por último, muy interesante que el racionalismo típico del enfoque psicodinámico sea capaz de interactuar en tal “complicidad” con un enfoque animista y cargado de costumbrismos. Con todo, desde el pragmatismo, reconocemos su valor y aporte a la salud mental de sus usuarios y, en especial, al desarrollo de la psicoterapia psicodélica.

[1] Narby, Jeremy (1997) La serpiente cósmica. Ed. Takiwasi. En este libro, el joven antropólogo, autor e investigador cuya tesis doctoral se publicó con este título, expone su estudio de campo con ayahuasca y otras plantas para manifestar el descubrimiento personal que significó experimentar con estos recursos chamánicos. Narby provenía de una escuela convencional que reducía estas prácticas a vestigios cultuales de tradiciones sin confluencia con la ciencia contemporánea. Sin embargo, encontrará serios argumentos contrarios a esta tesis pues descubre cómo en esta curandería existían maniobras de diversa índole psicológica, es decir, técnicas de intervención psicoterapéutica en contextos animistas, folclóricos y tradicionales con eficacia sorprendente.

[2] www.takiwasi.com

La diosa DeMeTer y la verdad psicodélica

Por Nicolás Berasain  

            La ceremonia eleusina de la antigua Grecia incluía la ingesta de enteógenos, que casi uno debería escribir “enZEUgenos”, que es de donde viene la palabra “teo, theo”, y después, ´deus’…. Sí, viene de Zeus. Pero da igual, hoy cuando decimos en-teó-geno, no pensamos en esa rijosa deidad cuya invocación no era sin consecuencias. De hecho, el rito eleusino daba bienvenida a otro dios, Pan. Esa especie de fauno lujurioso, perspicaz y amoral que hacía de los bosques el lugar de la exuberancia sexual, el frenesí extático y la fecundidad ilimitada. Tal fuerza, sin embargo, producía azotes feroces contra la inocencia de doncellas. Las no tan doncellas, por otro lado, querían su fuerte olor, su virilidad, que no obstante, temían. El dios Pan podía suscitar ditirambos en los feligreses que se habían embriagado con vino o con el ciceón (κυκεών), ese brebaje del que no sabemos mucho pero, que hace pensar en nuestras sustancias psicodélicas contemporáneas. La divinidad de los volcanes, de la tempestad, pero también, de la vendimia y la gestación, capaz de impulsar la vida y de arrebatarla, generaba ambivalencia. Es por esta razón que del nombre de este ser mitológico deriva el vocablo “pánico”, o sea, lo relativo al dios Pan, la fuerza pánica. La fuerza que diluye límites, degrada diferencias, haciendo que todo sea todo. De hecho, es ésa una acepción etimológica que utilizamos hoy, al prefijar palabras con ‘pan-‘, como en “panacea” o “panamericana”, apunta a la totalidad. Y en el pánico clínico, ciertamente hay angustia por el todo y la nada. El sujeto se ve arrebatado por su evanescencia en la inmensidad.

             En las experiencias con enteógenos como la psilocibina o la ayahuasca, por ejemplo, los usuarios relatan sentirse tragados por la totalidad. Experimentan una fusión con lo otro, resultando ellos y todo, fundidos. Una osmosis cósmica hace atravesarse todo con todo, y las identidades se extravían -razón por la cual esta vivencia puede ser tan perturbadora. Si una persona ha pasado gran parte de su vida convenciéndose de quién es, o peor, buscando saber quién es y qué hace en este mundo, la absorción en las fauces pánicas puede ser su peor decepción pues allí descubrirá que, en el fondo, no es nada. O lo es todo, de un solo golpe de gracia. 

            Cada vez que he tenido la oportunidad de acompañar sujetos en pánico psicodélico en sesiones guiadas con propósito psicoterapéutico, he confirmado esta dimensión dionisiaca que ofrecen los enteógenos. Ciertamente, una ocasión mental que un buen números de usuarios evitan, defendiéndose con todas sus fuerzas apolíneas ante Pan, el dios del cuerpo, de la carne viva. El dios genital, voluptuoso e hilarante. Se resisten ante la corporalidad propia pues ella es fuente de expansión, y ésta, siempre abre márgenes para la posibilidad de mirar en el abismo. El abismo no está en el centro. No, no, el abismo es excéntrico. La energía centrífuga enteogénica invita a la expansión que aplasta las cercas del control del yo, ese ingenuo rondín que se supone nos cuida mientras dormimos. 

            El pánico psicodélico, en suma, no debiera ser entendido como un enemigo psíquico de estas experiencias. Eso del “bad trip” es una noción débil, que en cierto modo, se contrapone al ideal de placer y paz que se añoran sin trabajo ni mérito alguno. Como si el placer trascendente y la paz inquebrantable pudieran ganarse sólo con evitar y soportar la vorágine pánica. Bueno, por eso la abuela ayahuasca sigue siendo considerada el enteógeno más severo y honesto de todos. Sencillamente, no admite sandeces defensivas ni blindajes pusilánimes. No la retes, te aconsejo.

            Pero en el despacho clínico del día a día, la enredadera de la muerte nos permite extraerle una molécula. O mejor, invocar una partícula presente en múltiples rincones de la naturaleza: la dimetiltriptamina (DMT o N,N-DMT). La DMT es la diosa DeMeTer, escribámosla así para rendirle pleitesía a un alcaloide que nada tiene de espiritual. Los espirituales somos nosotros. La DMT es un vehículo, un agente enteogénico cuya naturaleza provee de condiciones bioquímicas para producir uno de dos fenómenos. Dos fenómenos que han despertado en la historia de la filosofía dos grandes corrientes de pensamiento irreconciliables, y con toda seguridad, fascinantes por igual. Esta dicotomía es análoga a aquella que Arthur C. Clarke nos legó con cierta ironía:

                              “Existen dos posibilidades: que estemos solos en el universo o que no lo estemos.

Ambas son igual de terroríficas”

            Esta dicotomía es entre trascendencia inmanencia. No puedo entrar en su esclarecimiento acá (para eso, se pueden seguir mis cursos de metafísica). Prefiero guiarme por la antinomia entre neuroteología, y la recientemente propuesta por Rick Strassman, “teoneurología“. La neuroteología “propone que el cerebro genera la experiencia espiritual”, mientras que la teoneurología postula que “el cerebro es el agente a través del cual Dios se comunica con los humanos” (Strassman (2014) DMT and the Soul of Prophecy, Park Street Press). Obviamente, y como el mismo autor lo señala, se trata de un modelo teocéntrico. Y nada menos que respecto de una diosa, la DeMeTer… 

         Experimentar con DMT en un contexto terapéutico brinda la oportunidad de revisar el propio “kiste“, ese cesto sagrado que las sacerdotisas eleusinas llevaban a la ceremonia iniciática. ¿Qué se bebe del “kernos” o vasija (kli) ritual? Pues cada cual se bebe a sí mismo. Por esa razón puede ser terapéutica, en el sentido exacto de “atendedora o cuidadora de sí”. Verse a sí propio más allá del discurso en que todos queremos quedar bien con el Otro; en que queremos ser vistos como sanos, felices y buenos. Pamplinas, nadie es homogéneo. Somos al menos dos. Somos padre y madre, adentro y afuera, y Demeter no da tregua ante esa verdad. Los griegos sabían que la verdad no es meramente una afirmación lógicamente válida. La verdad es desvelo (αλήθεια), revelación, es decir, es quitar el velo, es dejarse de mentiras pues da exactamente lo mismo si la verdad gusta o no, si tiene glamour o si es repulsiva, mientras sea verdad, es sagrada. Por eso en los bosques se adoraba la fecundidad, el roce, los besos, el canto, la poesía, la embriaguez, porque éstas son verdaderas, y los terapeutas psicodélicos lo sabemos. Bajo el trance psiconáutico las personas se revelan, muestran sus mentiras. ¿O acaso algún colega me refutaría cuántas miserias no aparecen en nuestros propios viajes? El punto es que éstas son tomadas alegremente como verdaderas, ni buenas ni malas, sólo ciertas, desnudas, flagrantes. 

        Llamo a Demeter en la DMT, a que sea camino a los misterios eleusinos de nuestra propia conciencia, en sus peldaños muy por encima de las polaridades estéticas de Apolo. Más allá están los océanos de la sabiduría cuya sed nos tortura y seduce.

La perversión en psicoanálisis

Por Nicolás Berasain

La indecencia

            No es ningún secreto que en la práctica cotidiana no se encuentra demasiado frecuentemente con la perversión a secas, como estructura psíquica. Los colegas forenses, en cambio, lidian a menudo con sujetos perversos en el marco de los peritajes que el poder judicial demanda. De hecho, esa demanda es justamente la de otro jurídico, casi nunca del propio perverso. El perverso no se cuestiona por su condición; su conducta no lo conflictúa al modo en que el neurótico lo hace consigo mismo. Y no por otra razón es que las entrevistas con perversos pueden resultar a veces intimidantes o incómodas para quien está habituado a la queja respecto de sí mismo. Desde una indolencia crasa hasta una autocomplacencia impúdica, el perverso exhibe un modus vivendi disruptivo hasta el punto en que la norma social se ve resentida por su discurso y sus acciones, evidentemente, aquellas que alcanzan el delito y el crimen, o, sencillamente, la “indecencia”.

Perversión como psicoanálisis

            En latín, el verbo decere quiere decir “ser apropiado”, y de donde proviene el participio decente. El ser que se adapta para ser apropiado, para volverse propio respecto de otro que lo posee. O sea, la decencia es una actitud que se subordina al gran Otro cultural que define qué le es propio y qué no. Desde aquí, pensemos en el infans que aún no ha sido capturado completamente por la red de significaciones sociales que sus cuidadores se esmerarán en inculcarle. Este niño aún está en un paraíso edénico en que no tiene conocimiento del bien y el mal, y por ende, actúa sin temor a las consecuencias de sus actos. No está para él en el horizonte de posibilidades que haya una penitencia producto de si actúa de un modo o de otro. Sigmund Freud, en sus Tres ensayos de teoría sexual[1], postula que la perversión polimorfa infantil no concentra la excitación en los genitales sino que es capaz de expresarla en distintas partes del cuerpo, convirtiendo en zonas erógenas miembros, órganos y funciones fisiológicas. Pero además, agrega que naturalmente, la excitación sexual no es conducente a la cópula genital y, desde luego, tampoco a la reproducción. Así, puede hablarse de un autoerotismo infantil, entendiendo la masturbación que le es propia no tanto como estimulación directa sobre el clítoris o el pene, sino más bien, como una búsqueda de placer en el propio cuerpo sin que exista aún investidura de ideales eróticos de ninguna suerte.

            El término polimorfo, es decir, que es capaz de tomar múltiples formas, queda así explicado en la amplitud de zonas erógenas que pueden hallarse. En la persecución de la homeostasis, el infante se procura placer a partir de objetos que pueden ser tanto él mismo como otras personas u otras materialidades. Una amplia gama de experiencias pueden constituirse en oportunidades de obtención de placer, incluso contra el “sentido común” de sus cuidadores, quizá acongojados de sus sufrimientos inexplicables. De hecho, la excitación antes señalada es muy posiblemente ya satisfactoria. La respuesta psicofisiológica a estímulos orgánicos internos, como por ejemplo, la digestión, o a estímulos externos, como el frío o la oscuridad, representan en el infante una forma de satisfacción precisamente en la excitación que producen. Con todo, existen para éste ciertos estímulos que desembocan en montos de placer que capturan su corporalidad hasta el punto en que hacen cesar toda excitación, descargando así todo rastro de tensión, que es el punto en que el lactante, verbigracia, se queda dormido.

            Con el tiempo, la primera infancia (0 a 5 años) desarrolla una tendencia a la catexis sexual en los genitales, convirtiéndolos a la función que tendrán en la adultez. Pues bien, si segmentamos en dos tiempos, pregenital y genital, esta relación con el placer, tenemos una primera clave de la estructura perversa en el psicoanálisis. En cierto modo, el infans, que empieza a balbucear mímicamente significantes que oye y repite, que hace demandas chillonas que la madre transmuta en signos, comienza a ingresar en el registro simbólico, mas aún sin la sumisión que advendrá para convertirlo en sujeto de derecho. El infans pregenital posee en esta fase un goce “acéfalo”, al decir de Lacan. Un goce autista que va a contrapelo del Otro y que, en esa especie de independencia simbólica, donde lo imaginario tiene primacía, pueden haber accidentes que fijen la libido en zonas erógenas pregenitales. Al no haber goce del Otro, pues no hay Otro, fuerzas centrípetas convergen en sí mismo, negligentes de los efectos de ese goce.

En este sentido, Miller (1998) afirma que los síntomas del neurótico «constituyen el propio orden social»[2], eso que justamente, afrenta el perverso “adulto”. Y de hecho, el Kant con Sade[3] de Lacan es un trabajo que apunta a la cuestión social como un eje que se cruza con la perversión. Plantea el problema de la universalidad impuesta por un amo entronado por el saber que pretende ostentar. Asimismo, de esta misma cuestión, se desprende la interrogante por el saber del psicoanálisis y su relación con el furor curandis. ¿Es la remisión sintomática el fin último del análisis? Ciertamente, no, concluye Lacan. Por demás, constatando que hay algo incurable, esa “roca” rebelde que no cede. Y es esa castración que justamente el perverso pretende no existir. Por otro lado, por cura no entenderemos ese afán sanador de las psicoterapias, cuyo ideal está cifrado en parámetros sociales, usualmente relativos al funcionamiento de la persona, o sea, no del sujeto. Es lo que por añadidura opone el psicoanálisis a la psiquiatría, esta última abocada a la supresión obsesiva del malestar, aun arriesgando el gatopardismo medicinal.

El psicoanálisis de Kant con Sade se concentra en el fantasma. Y no cuesta mucho observar cómo el fantasma sadeano tiene algo de lacaniano en el sentido en que analíticamente se espera una suerte de cinismo al final del análisis. Un cinismo filosófico que deja resonar al Dolmancé extramoral. Sade hace que sus personajes iconoclastas sean susceptibles de poner en analogía con el analizante que descubre lo incurable de ser lo que es, justamente, eso que el perverso parece saber a priori. Y es de eso incurable, del goce, de lo que se trata la orientación lacaniana, ya que el síntoma no siendo el objetivo de la terapéutica analítica deja lugar al atravesamiento del fantasma, esa interpretación encuadrada y ubicua que nos determina como realidad psíquica, para acceder a algo de lo real propio. En consecuencia, un real no social ni moral que está más allá del fantasma.

Quizá es por ello que Lacan pone en perspectiva al perverso no sólo como estructura psíquica junto a las otras dos, la psicosis y la neurosis, sino como homólogo del analizante que finaliza su cura y descubre por qué está en este mundo, vale decir, para gozar, cosa que el perverso sabe de suyo. En Los signos del goce, Miller extrae esta noción apuntando a que es «lo que hace Lacan a propósito de Sade y Kant, cuando formula la posición perversa en términos de «derecho al goce». Esta posición no cuestiona la razón de ser y orienta al perverso en la existencia»[4]. Como un analizante final, el perverso sabe adónde dirigirse y, en cierto modo, tal y como el niño no duda de su subjetividad rudimentaria ni se la cuestiona.

Decíamos al inicio que el perverso polimorfo ha libidinizado regiones de su cuerpo que no están creadas para la reproducción de la especie haciéndolas, no obstante, posibles de goce. Como semblantes de esos objetos se levanta el objeto a, imaginario en tanto lugar agalmático de algo radicalmente real, prístino y éxtimo, de modo que « la perversión es la elección original del lado de a, mientras que la neurosis es la elección del lado del sujeto»[5].

Ahora bien, Lacan inclinará la perversión del lado masculino, o sea, del lado que tiene el falo, y del lado femenino el imperativo superyoico de gozar, derivándose que el varón tiene derecho a gozar del cuerpo de la mujer… sin su permiso. Pero la problemática sadeana es más compleja que esta aparente y ridícula arenga machista. Ciertamente, no se trata del hombre abusando de la mujer, sino de lo masculino obedeciendo a lo femenino que exige masoquistamente un goce absolutamente otro. «La perversión es un rasgo masculino, una acentuación del deseo masculino, porque la constitución misma del deseo está del lado masculino [refiriéndose a las fórmulas de la sexuación]. La estructura misma de ese deseo contiene la estructura perversa en el hombre»[6], lo cual explica por qué las fantasías neuróticas tienen carácter perverso. Pero ahí se quedan, sin cumplirse, siendo sólo gozadas como deseo, del lado del decir, como pura elaboración metonímica de lo que un perverso cumple. Es la diferencia entre deseo y voluntad de goce, o la diferencia entre querer sanar dolores versus querer algo más allá de esa expectativa psiquiátrica o psicoterapéutica. Inclusive, es la distinción entre Kant y Sade, propiamente hablando. El primero aspirando a una moralidad que se sostenga en una voluntad suscrita al gran Otro, al orden social, simplemente dinamizándolo como bucle repetitivo, y el segundo, que no pretende la homeostasis del bebé, la sanación, el bienestar, sino un fin de análisis, una caída del significante que no servirá más que para mancillarlo ―de ahí, las coprolalias pervertidas.

      La analogía entre perversión y neurosis para poner al frente psicoanálisis y psicoterapia queda propuesta en la extracción que hace Lacan de un objeto a desde la ética kantiana, donde el imperativo categórico pretende una universalidad que no es auténtica en el fondo en tanto que sigue siendo una especie de autocomplacencia. ¿Por qué alguien querría que el otro pueda desear que la máxima de su acción pueda tener ese valor aplicable a todos los demás? Sólo porque le supone una simetría respecto del bienestar que ha quedado acuñado como universal. Sade, en cambio, interpela bruscamente que el goce pueda ser universalizable, tal y como el fin de análisis debería manifestar. Para Lacan, en Kant y su imperativo, hay un objeto escondido que delata la incongruencia última de los principios morales. Éstos no son más que regulaciones artificiales ―y artificiosas― que mediante convencionalismos y consensos, muchas veces forzados por la violencia, obtienen un orden frágil y consuetudinario para la coexistencia. O sea, no son principios morales que puedan sostener su propio goce, como sí lo haría el fantasma sadeano. Sin embargo, éste también es frustráneo y acaba naufragando pues, a la postre, también se expresa desde el deseo. Nos ilustra Lacan en el seminario de La angustia que la «voluntad de goce» en el perverso es, como en cualquier otro, una voluntad que fracasa, que encuentra su propio límite, su propio freno, en el ejercicio mismo del deseo […] el perverso no sabe al servicio de qué goce ejerce su actividad»[7]. Al menos, en la propuesta de la homología con la cura analítica, algo de lo real queda en las manos y la boca pecaminosas del perverso como en las del niño que aún no habla ni desea para el Otro.

        

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Referencias

Freud, S. “Tres ensayos de teoría sexual”. En Obras Completas, Tomo VII. Buenos Aires: Amorrortu. 

Freud, S. “Psicología de las masas y análisis del yo”. En Obras Completas, Tomo XVIII. Buenos Aires: Amorrortu. 

Freud, S. “Introducción del narcisismo”. En Obras Completas, Tomo XIV. Buenos Aires: Amorrortu.

Lacan (1981) Seminario 1, Los escritos técnicos de Freud. Buenos Aires: Paidós

Lacan (2018) Seminario 10, La angustia. Buenos Aires: Paidós

Miller (1998), Los signos del goce. Buenos Aires: Paidós. 

Mildiner, B. “Saber-hablar”. En Revista Lacaniana Nº 19.

Delgado (2012) La aptitud del psicoanalista. Buenos Aires: Eudeba.

[1] Freud (1992) Obras Completas, Tomo VII. Buenos Aires: Amorrortu.

[2] Miller (1998), Elucidación de Lacan. Buenos Aires: Paidós. P. 203

[3] Lacan (1987) Escritos. México: Siglo XXI.

[4] Miller (1998), Los signos del goce. Buenos Aires: Paidós. P. 84.

[5] Ibid., p. 91.

[6] -Miller (1998), Op. Cit., p. 228.

[7] Lacan (2018) Seminario 10, La angustia. Buenos Aires: Paidós. P. 164.

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