La verdad del sujeto que va a terapia
Introducción
Una cuestión que bien podríamos preguntarnos a diario en la consulta es eso de la dirección del tratamiento, tanto del caso propiamente tal que atendemos como en cuanto a la orientación misma, a nivel epistemológico. Tenemos diversas consideraciones, “consejos”, restricciones, reglas y principios que proveen de ciertos lindes para el oficio de la escucha analítica y, sin embargo, una y otra vez volvemos a interrogarnos. Los simposios, congresos de escuela, seminarios de enseñanza declarada, y no pocas veces, cárteles, acaban en la misma coordenada de hacer y saber o de ser y decir. De hecho, el “extranjero” epistémico, cuando tiene ocasión de acercarse a estos espacios de discusión y enseñanza, suele quedarse con la impresión de que los psicoanalistas deben saber mucho y, al mismo tiempo, nada. Su paso breve por estas aulas le deja la sensación de que todo allí son cuestionamientos intestinos del propio método que se practica y profesa. Una paradoja que sólo socráticamente adquiere alguna posibilidad de no caer en el absurdo. Esto parece ser tan así que grandes eruditos como Noam Chomsky sesgaron su primera aproximación al psicoanálisis para condenarlo de inmediato como charlatanería, sin haber entendido una sola palabra ―insistimos― a excepción del halo de permanente interrogación que se percibe en el paseo frugal.
Pero es cierto. El psicoanálisis es interrogante y asume al sujeto mismo que se presenta como paciente como si fuera él mismo una pregunta, acusando de inmediato su condición significante, su marco lingüístico. ¿Qué se hará con esas dudas, vacilaciones e inquietudes que se expresan en frases quejumbrosas? Pues, en cierto modo, buscar su verdad. O mejor, formalizar la verdad que en ellas subyace psicodinámicamente. Y es que la palabra que teje un discurso está en otro nivel respecto de éste. La palabra es acá concebida como advenimiento del ser, o sea, como un factum que ya Heidegger elaboró como Ereignis (acontecimiento), como una naturaleza que se despliega manifestándose antes de cualquier moralidad que ulteriormente quiera someterla. El ser humano habla ―en eso coinciden el filósofo alemán y el analista francés― y en ello estriba su ontología. En este escrito queremos pensar eso de la verdad emergente en la palabra en oposición a la verdad cognoscente que pretende la ciencia, en sentido paradigmático. ¿Qué verdad bulle en la sesión analítica? Que el escrito Variantes de la cura-tipo[1] nos sirva de referencia para pensar esto.
La verdad y el saber
La típica afirmación que impone al analista no saber nada u olvidarse de lo que sabe pone en relieve el agujero de lo real, justamente aquello con lo cual debe aquél aprender a sostenerse. ¿Por qué? Pues porque hay allí en el mundo lo real, dicho en tono heideggeriano, que es justamente como Lacan escribe Variantes de la cura-tipo, precisamente, tratando de validar una perspectiva fenomenológica de la intersubjetividad obvia que representa el encuentro entre analizante y analista, aún antes de que futuros seminarios, o el mismo escrito, “Dirección de la cura”, defina como encuentro transindividual. Eso real allí en el mundo es como es, antes y después de que haya un sólo parlêtre[2] para abstraerlo al registro simbólico. Sin ley que lo piense o aspire a legislarlo, hace y deshace independientemente de un espectador que haga espejo de él o de un orador que crea poder narrarlo. Lo real está fuera del sentido donde el sujeto se localiza en la red de oposiciones significantes. En esa red donde también termina enredado, atado y anudado neuróticamente, apenas oxigenado por el falo, ese significante que impide que el sujeto sea comprimido a mero lenguaje.
Tenemos así una verdad que se expande “por debajo” del discurso que enarbola un orgullo de sentido, de control y fundamento. Por cierto, una ficción requerida para la coexistencia política, casi insustentable, pero sólo casi, pues al fin y al cabo, tenemos civilización gracias a las reglas del sentido. En cambio, la otra verdad es en tanto que acontecimiento, como palabra que adviene en el ser humano. Por eso es que podemos plantear una antinomia de la verdad de la palabra y la verdad del discurso. Por una última vez, recurriendo al impulso heideggeriano, la oposición entre la verdad óntica y la verdad ontológica.
Así bien, ¿qué se invoca cuando el analista presenta la regla fundamental a su consultante? Una verdad, ciertamente, pero ¿cuál? Por una parte, surgirá la remisión al registro imaginario que captura al analista como alguien que le pide que hable sin pensar demasiado lo que dice, sugiriendo por ese mismo medio, que es alguien peculiar a quien dirigirá lo que dice. Sabemos que esto no es así, pero así lo parecerá en primera instancia. No pocos practicantes tienen anécdotas en que sus pacientes confiesan, tiempo después, que cuando intentaron seguir la regla se encontraron resistiéndose a ella por vía del simulacro de espontaneidad que ni él o ella mismo se creían ni, ciertamente, el analista. Y sin embargo, así tal cual se educa su empleo, por desgaste de lo imaginario adviene lo simbólico pleno.
Ahora bien, el analista descreído tiene un poder discrecional que atiende al analizante como un semblante de sí mismo y como un sujeto interpretable en el discurso que se ofrece a sí mismo por medio del Otro. Este poder es discreción o discriminación interpretativos de lo imaginario y lo simbólico que emerge con la regla. En cierto modo, lo imaginario está más cerca de la verdad disruptiva (“óntica”) y, en cambio, lo simbólico de la verdad como enunciados del sentido. Y es que lo imaginario es semblante o apariencia manifiesta de un objeto que irradia como deseo en el plano de las interrelaciones del significante sin por ello pertenecer a ese nivel. Lo simbólico, por otra parte, admite la intersubjetividad intermediante del gran Otro, la cultura, el lenguaje, el lugar del malentendido.
En ello estriba la máxima lacaniana de “¿Qué debe saber, en el análisis, el analista?”, no otra cosa que “ignorar lo que sabe” (Lacan, 1966: 336), justamente por ese poder discrecional que enciende el sonar de lo irreductible a la intersección imaginario-simbólico (i ∩ A). Un par de páginas después, en el mismo escrito, Lacan se refiere a la palabra así:
«La palabra manifiesta pues ser tanto más verdaderamente una palabra cuanto menos fundada está su verdad en lo que llaman la adecuación a la cosa: la verdadera palabra se opone así paradójicamente al discurso verdadero; sus verdades se distinguen por esto: que la primera constituye el reconocimiento por los sujetos de sus seres en cuanto que están en ella inter-esados, mientras que la segunda está constituida por el conocimiento de lo real, en cuanto que es apuntado por el sujeto en los objetos. Pero cada una de las verdades aquí distinguidas se altera por cruzarse con la otra en su vía» (Lacan, 1966: 338).
He aquí la cita que mejor expresa el prurito de esta monografía. En efecto, la famosa máxima aquiniana, herencia de Aristóteles, adaequatio intellectus et rei, esa correspondencia entre lo que la cosa es ahí en el mundo y la representación conceptual que alguien pueda forjar de esa cosa, determina el grado de verdad que puede alcanzar la expresión verbal que procure ser sentencia verdadera. Ciertamente, en filosofía, es éste un modelo de la verdad ampliamente superado por la “crisis de las ciencias europeas”, parafraseando a Husserl. Y de hecho, su discípulo, Martin Heidegger, opone la noción de Ereignis, de acontecimiento del ser, eclosión de lo que es totalmente emancipado de cualquier psicologismo; la corrección que fraguó Kant. Y en Lacan, reaparece la crítica pero, con fines clínicos. ¿Qué dice nuestro paciente cuando dice algo “unos segundos” antes de que lo enlace en una cadena significante?
Una palabra es verdadera cuanto menos pretenda adecuarse al principio de adecuación (adaequatio). O sea, cuanto más asociativamente libre sea. Repetimos, «esta verdad constituye el reconocimiento por los sujetos de sus seres en cuanto que están en ella inter-esados», es decir, los sujetos descubren allí su ser simbólico en el cual están “inter-esados”, uso etimológico de la idea de inter-esse, que en latín mienta algo como “inserto en el ser (esse)” del lenguaje. Antes de tejer el sentido, hay hilos.
Por otro lado, sin menosprecio alguno por el discurso verdadero, la dura faena de las ciencias, donde «el sujeto mienta lo real en los objetos», encontramos el ejercicio de acceder trascendentalmente a la cosa misma (A/) para, una vez hallada, matarla. Pero Lacan toma partido por la verdad fenomenológica, no discursiva, diríamos incluso “anti-positivista”, recuperando el centro absoluto en la pregunta del sujeto. Pensemos, por ejemplo, en el neurótico que se cuestiona angustiosamente por el sentido de su aburrida existencia. Tras tres crisis de pánico y dos borracheras, acude al despacho para decir que sufre y que no tiene idea de qué hacer con eso, suponiéndole al dispositivo algún saber que le alivie, pero lo que encuentra es la constitución de sí o la subjetivación plena en su pregunta, independientemente de que la pregunta verbal tenga escasos visos de respuesta consecuente. Justamente, en “Función y campo de la palabra”, Lacan aduce: «lo que busco en la palabra es la respuesta del Otro. Lo que me constituye como sujeto es mi pregunta»[3].
Y bien, el sujeto ($) como punto alcanzado por abscisas y ordenadas simbólicas queda constituido en vectores del tipo S1 – S2, vale decir, un orden del discurso que es la sinergia del registro simbólico. Sin embargo, esta sinergia no alcanza la entropía de lo real, permitiéndonos el abuso de términos sacados de la física. ¿Qué hay de la verdad y el saber respecto de lo real? ¿Cómo se transfunde un orden con el otro (que no es orden)?
Creemos que no alcanza el contexto actual para abrir este problema lacaniano pero quisiéramos balbucear algunas cuestiones respectivas antes de cerrar. Y ciertamente, porque un tema controversial, acusado de extravagante en psicoanálisis, es el de la experiencia de lo real en la práctica psicodélica. Nos permitimos aproximar algunos puntos en el epílogo.
Epílogo
El saber que no sabe y la verdad que no aspira a la absolutez del sentido están en función de algo real que el sujeto, por definición, ignora pero experimenta. Experimenta un goce “insubjetivable” que aparece, pulsa, asalta. Para el saber hay algo que se sustrae ante sus bruces, pero que goza. Es una falta que hace lo inefable, lo místico, la angustia y ciertas experiencias psicodélicas. La subjetivación misma por el Otro ha extraviado el goce que fue incesto, sentimiento oceánico, simbiosis. La estructura no admite goce, pero lo presiente. Con todo, para Lacan, el discurso es una tramitación del goce. En el seminario 17, El reverso del psicoanálisis, argumenta que el «discurso se aproxima a él [goce] sin cesar, porque en él se origina. Y lo turba cada vez que trata de volver a ese origen. Así es como se opone a cualquier apaciguamiento»[4]. De cierta forma, el goce irradia en el discurso; lo ha imantado para hacerle decir algo. Esto que dice es respecto de una falta, una insatisfacción típicamente neurótica. Se dice algo, se completa la oración para tratar de cubrir una ausencia de algo no dicho aún, pero una vez que se dice algo, bobo o brillante, la falta reaparece. Se lo intentará de nuevo. Ese intento incesante es recuperación de goce por vía del discurso, por ello es que ambas verdades antes distinguidas son pertinentes en la escucha analítica. Porque una es emergencia pura del ser y otra es relación sensata según el Otro, y entrambas, el goce se recupera.
Una pregunta que nos acontece es qué forma de recuperación de goce se produce en las experiencias psicodélicas considerando que uno de los aspectos transversales y ampliamente conocidos de éstas es la inefabilidad. Con mucha frecuencia, la vivencia con enteógenos o psicodélicos reporta ver colapsar la expresión verbal y descubrir la cohesión de lo real en frases exigidas como “todo está íntimamente conectado” o “la realidad no tiene nada que ver con lo que creo de ella”. Es difícil entender cómo persiste ahí un sujeto barrado que conquista algo del discurso vaciado por lo real y cómo un analista podría disponerse a escuchar tales cosas, y por cierto, si cabe una aplicación analítica en estos terrenos. Como sea, sorprende encontrar analogías entre los dispositivos que dejan al sujeto hablar según la regla y los que sin regla acallan. Incógnitas que esperamos puedan verse formalizadas en sucesivas entregas que comprometemos en este diálogo entre medicina psicodélica y psicoanálisis.
Referencias
Braunstein (2006) El goce. Un concepto lacaniano. Buenos Aires: Siglo XXI.
Freud, S. “Psicología de las masas y análisis del yo”. En Obras Completas, Tomo XVIII. Buenos Aires: Amorrortu.
Freud, S. “Introducción del narcisismo”. En Obras Completas, Tomo XIV. Buenos Aires: Amorrortu.
Lacan (1987) Escritos. México: Siglo XXI,. P. 288.
Lacan (1981) Seminario 1, Los escritos técnicos de Freud. Buenos Aires: Paidós
Lacan (2008) El reverso del psicoanálisis. Seminario 17. Argentina: Paidós.
Miller (1998), Los signos del goce. Buenos Aires: Paidós.
Mildiner, B. “Saber-hablar”. En Revista Lacaniana Nº 19.
Delgado (2012) La aptitud del psicoanalista. Buenos Aires: Eudeba.
Notas
[1] Lacan (1966) “Variantes de la cura-tipo” en Escritos. México: Siglo XXI, 1987.
[2] Parlêtre, traducido felizmente por Braunstein como “hablente”, en un ingenioso traslado al español que respeta la propia raíz latina. Braunstein (2006) El goce. Un concepto lacaniano. Buenos Aires: Siglo XXI.
[3] Lacan (1953) “Función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis” en Escritos. México: Siglo XXI, 1987. P. 288.
[4] Lacan (2008) El reverso del psicoanálisis. Seminario 17. Argentina: Paidós. P. 74.
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