Mes: Mayo 2022

La verdad del sujeto que va a terapia

Introducción

 

 

Una cuestión que bien podríamos preguntarnos a diario en la consulta es eso de la dirección del tratamiento, tanto del caso propiamente tal que atendemos como en cuanto a la orientación misma, a nivel epistemológico. Tenemos diversas consideraciones, “consejos”, restricciones, reglas y principios que proveen de ciertos lindes para el oficio de la escucha analítica y, sin embargo, una y otra vez volvemos a interrogarnos. Los simposios, congresos de escuela, seminarios de enseñanza declarada, y no pocas veces, cárteles, acaban en la misma coordenada de hacer y saber o de ser y decir. De hecho, el “extranjero” epistémico, cuando tiene ocasión de acercarse a estos espacios de discusión y enseñanza, suele quedarse con la impresión de que los psicoanalistas deben saber mucho y, al mismo tiempo, nada. Su paso breve por estas aulas le deja la sensación de que todo allí son cuestionamientos intestinos del propio método que se practica y profesa. Una paradoja que sólo socráticamente adquiere alguna posibilidad de no caer en el absurdo. Esto parece ser tan así que grandes eruditos como Noam Chomsky sesgaron su primera aproximación al psicoanálisis para condenarlo de inmediato como charlatanería, sin haber entendido una sola palabra ―insistimos― a excepción del halo de permanente interrogación que se percibe en el paseo frugal.

 

Pero es cierto. El psicoanálisis es interrogante y asume al sujeto mismo que se presenta como paciente como si fuera él mismo una pregunta, acusando de inmediato su condición significante, su marco lingüístico. ¿Qué se hará con esas dudas, vacilaciones e inquietudes que se expresan en frases quejumbrosas? Pues, en cierto modo, buscar su verdad. O mejor, formalizar la verdad que en ellas subyace psicodinámicamente. Y es que la palabra que teje un discurso está en otro nivel respecto de éste. La palabra es acá concebida como advenimiento del ser, o sea, como un factum que ya Heidegger elaboró como Ereignis (acontecimiento), como una naturaleza que se despliega manifestándose antes de cualquier moralidad que ulteriormente quiera someterla. El ser humano habla ―en eso coinciden el filósofo alemán y el analista francés― y en ello estriba su ontología. En este escrito queremos pensar eso de la verdad emergente en la palabra en oposición a la verdad cognoscente que pretende la ciencia, en sentido paradigmático. ¿Qué verdad bulle en la sesión analítica? Que el escrito Variantes de la cura-tipo[1] nos sirva de referencia para pensar esto.

 

La verdad y el saber

 

La típica afirmación que impone al analista no saber nada u olvidarse de lo que sabe pone en relieve el agujero de lo real, justamente aquello con lo cual debe aquél aprender a sostenerse. ¿Por qué? Pues porque hay allí en el mundo lo real, dicho en tono heideggeriano, que es justamente como Lacan escribe Variantes de la cura-tipo, precisamente, tratando de validar una perspectiva fenomenológica de la intersubjetividad obvia que representa el encuentro entre analizante y analista, aún antes de que futuros seminarios, o el mismo escrito, “Dirección de la cura”, defina como encuentro transindividual. Eso real allí en el mundo es como es, antes y después de que haya un sólo parlêtre[2] para abstraerlo al registro simbólico. Sin ley que lo piense o aspire a legislarlo, hace y deshace independientemente de un espectador que haga espejo de él o de un orador que crea poder narrarlo. Lo real está fuera del sentido donde el sujeto se localiza en la red de oposiciones significantes. En esa red donde también termina enredado, atado y anudado neuróticamente, apenas oxigenado por el falo, ese significante que impide que el sujeto sea comprimido a mero lenguaje.

 

Tenemos así una verdad que se expande “por debajo” del discurso que enarbola un orgullo de sentido, de control y fundamento. Por cierto, una ficción requerida para la coexistencia política, casi insustentable, pero sólo casi, pues al fin y al cabo, tenemos civilización gracias a las reglas del sentido. En cambio, la otra verdad es en tanto que acontecimiento, como palabra que adviene en el ser humano. Por eso es que podemos plantear una antinomia de la verdad de la palabra y la verdad del discurso. Por una última vez, recurriendo al impulso heideggeriano, la oposición entre la verdad óntica y la verdad ontológica.

 

Así bien, ¿qué se invoca cuando el analista presenta la regla fundamental a su consultante? Una verdad, ciertamente, pero ¿cuál? Por una parte, surgirá la remisión al registro imaginario que captura al analista como alguien que le pide que hable sin pensar demasiado lo que dice, sugiriendo por ese mismo medio, que es alguien peculiar a quien dirigirá lo que dice. Sabemos que esto no es así, pero así lo parecerá en primera instancia. No pocos practicantes tienen anécdotas en que sus pacientes confiesan, tiempo después, que cuando intentaron seguir la regla se encontraron resistiéndose a ella por vía del simulacro de espontaneidad que ni él o ella mismo se creían ni, ciertamente, el analista. Y sin embargo, así tal cual se educa su empleo, por desgaste de lo imaginario adviene lo simbólico pleno.

 

Ahora bien, el analista descreído tiene un poder discrecional que atiende al analizante como un semblante de sí mismo y como un sujeto interpretable en el discurso que se ofrece a sí mismo por medio del Otro. Este poder es discreción o discriminación interpretativos de lo imaginario y lo simbólico que emerge con la regla. En cierto modo, lo imaginario está más cerca de la verdad disruptiva (“óntica”) y, en cambio, lo simbólico de la verdad como enunciados del sentido. Y es que lo imaginario es semblante o apariencia manifiesta de un objeto que irradia como deseo en el plano de las interrelaciones del significante sin por ello pertenecer a ese nivel. Lo simbólico, por otra parte, admite la intersubjetividad intermediante del gran Otro, la cultura, el lenguaje, el lugar del malentendido.

 

En ello estriba la máxima lacaniana de “¿Qué debe saber,  en el análisis,  el analista?”, no otra cosa que  “ignorar lo que sabe”  (Lacan,  1966: 336), justamente por ese poder discrecional que enciende el sonar de lo irreductible a la intersección imaginario-simbólico (i ∩ A). Un par de páginas después, en el mismo escrito, Lacan se refiere a la palabra así:

 

«La palabra manifiesta pues ser tanto más verdaderamente una palabra cuanto menos fundada está su verdad en lo que llaman la        adecuación a la cosa: la verdadera palabra se opone así paradójicamente al discurso verdadero; sus verdades se distinguen por esto: que la primera constituye el reconocimiento por los sujetos de sus seres en cuanto que están en ella inter-esados, mientras que la segunda está constituida por el conocimiento de lo real, en cuanto que es apuntado por el sujeto en los objetos. Pero cada una de las verdades aquí distinguidas se altera por cruzarse con la otra en su vía» (Lacan, 1966: 338).

 

He aquí la cita que mejor expresa el prurito de esta monografía. En efecto, la famosa máxima aquiniana, herencia de Aristóteles, adaequatio intellectus et rei, esa correspondencia entre lo que la cosa es ahí en el mundo y la representación conceptual que alguien pueda forjar de esa cosa, determina el grado de verdad que puede alcanzar la expresión verbal que procure ser sentencia verdadera. Ciertamente, en filosofía, es éste un modelo de la verdad ampliamente superado por la “crisis de las ciencias europeas”, parafraseando a Husserl. Y de hecho, su discípulo, Martin Heidegger, opone la noción de Ereignis, de acontecimiento del ser, eclosión de lo que es totalmente emancipado de cualquier psicologismo; la corrección que fraguó Kant. Y en Lacan, reaparece la crítica pero, con fines clínicos. ¿Qué dice nuestro paciente cuando dice algo “unos segundos” antes de que lo enlace en una cadena significante?

 

Una palabra es verdadera cuanto menos pretenda adecuarse al principio de adecuación (adaequatio). O sea, cuanto más asociativamente libre sea. Repetimos, «esta verdad constituye el reconocimiento por los sujetos de sus seres en cuanto que están en ella inter-esados», es decir, los sujetos descubren allí su ser simbólico en el cual están “inter-esados”, uso etimológico de la idea de inter-esse, que en latín mienta algo como “inserto en el ser (esse)” del lenguaje. Antes de tejer el sentido, hay hilos.

 

Por otro lado, sin menosprecio alguno por el discurso verdadero, la dura faena de las ciencias, donde «el sujeto mienta lo real en los objetos», encontramos el ejercicio de acceder trascendentalmente a la cosa misma (A/) para, una vez hallada, matarla. Pero Lacan toma partido por la verdad fenomenológica, no discursiva, diríamos incluso “anti-positivista”, recuperando el centro absoluto en la pregunta del sujeto. Pensemos, por ejemplo, en el neurótico que se cuestiona angustiosamente por el sentido de su aburrida existencia. Tras tres crisis de pánico y dos borracheras, acude al despacho para decir que sufre y que no tiene idea de qué hacer con eso, suponiéndole al dispositivo algún saber que le alivie, pero lo que encuentra es la constitución de sí o la subjetivación plena en su pregunta, independientemente de que la pregunta verbal tenga escasos visos de respuesta consecuente. Justamente, en “Función y campo de la palabra”, Lacan aduce: «lo que busco en la palabra es la respuesta del Otro. Lo que me constituye como sujeto es mi pregunta»[3].

 

Y bien, el sujeto ($) como punto alcanzado por abscisas y ordenadas simbólicas queda constituido en vectores del tipo S1 – S2, vale decir, un orden del discurso que es la sinergia del registro simbólico. Sin embargo, esta sinergia no alcanza la entropía de lo real, permitiéndonos el abuso de términos sacados de la física. ¿Qué hay de la verdad y el saber respecto de lo real? ¿Cómo se transfunde un orden con el otro (que no es orden)?

 

Creemos que no alcanza el contexto actual para abrir este problema lacaniano pero quisiéramos balbucear algunas cuestiones respectivas antes de cerrar. Y ciertamente, porque un tema controversial, acusado de extravagante en psicoanálisis, es el de la experiencia de lo real en la práctica psicodélica. Nos permitimos aproximar algunos puntos en el epílogo.

 

 

Epílogo

 

 

El saber que no sabe y la verdad que no aspira a la absolutez del sentido están en función de algo real que el sujeto, por definición, ignora pero experimenta. Experimenta un goce “insubjetivable” que aparece, pulsa, asalta. Para el saber hay algo que se sustrae ante sus bruces, pero que goza. Es una falta que hace lo inefable, lo místico, la angustia y ciertas experiencias psicodélicas. La subjetivación misma por el Otro ha extraviado el goce que fue incesto, sentimiento oceánico, simbiosis. La estructura no admite goce, pero lo presiente. Con todo, para Lacan, el discurso es una tramitación del goce. En el seminario 17, El reverso del psicoanálisis, argumenta que el «discurso se aproxima a él [goce] sin cesar, porque en él se origina. Y lo turba cada vez que trata de volver a ese origen. Así es como se opone a cualquier apaciguamiento»[4]. De cierta forma, el goce irradia en el discurso; lo ha imantado para hacerle decir algo. Esto que dice es respecto de una falta, una insatisfacción típicamente neurótica. Se dice algo, se completa la oración para tratar de cubrir una ausencia de algo no dicho aún, pero una vez que se dice algo, bobo o brillante, la falta reaparece. Se lo intentará de nuevo. Ese intento incesante es recuperación de goce por vía del discurso, por ello es que ambas verdades antes distinguidas son pertinentes en la escucha analítica. Porque una es emergencia pura del ser y otra es relación sensata según el Otro, y entrambas, el goce se recupera.

 

Una pregunta que nos acontece es qué forma de recuperación de goce se produce en las experiencias psicodélicas considerando que uno de los aspectos transversales y ampliamente conocidos de éstas es la inefabilidad. Con mucha frecuencia, la vivencia con enteógenos o psicodélicos reporta ver colapsar la expresión verbal y descubrir la cohesión de lo real en frases exigidas como “todo está íntimamente conectado” o “la realidad no tiene nada que ver con lo que creo de ella”. Es difícil entender cómo persiste ahí un sujeto barrado que conquista algo del discurso vaciado por lo real y cómo un analista podría disponerse a escuchar tales cosas, y por cierto, si cabe una aplicación analítica en estos terrenos. Como sea, sorprende encontrar analogías entre los dispositivos que dejan al sujeto hablar según la regla y los que sin regla acallan. Incógnitas que esperamos puedan verse formalizadas en sucesivas entregas que comprometemos en este diálogo entre medicina psicodélica y psicoanálisis.

 

 

Referencias

 

Braunstein (2006) El goce. Un concepto lacaniano. Buenos Aires: Siglo XXI.

Freud, S. “Psicología de las masas y análisis del yo”. En Obras Completas, Tomo XVIII. Buenos Aires: Amorrortu.

Freud, S. “Introducción del narcisismo”. En Obras Completas, Tomo XIV. Buenos Aires: Amorrortu.

Lacan (1987) Escritos. México: Siglo XXI,. P. 288.

Lacan (1981) Seminario 1, Los escritos técnicos de Freud. Buenos Aires: Paidós

Lacan (2008) El reverso del psicoanálisis. Seminario 17. Argentina: Paidós.

Miller (1998), Los signos del goce. Buenos Aires: Paidós.

Mildiner, B. “Saber-hablar”. En Revista Lacaniana Nº 19.

Delgado (2012) La aptitud del psicoanalista. Buenos Aires: Eudeba.

 

Notas

[1] Lacan (1966) “Variantes de la cura-tipo” en Escritos. México: Siglo XXI, 1987.

[2] Parlêtre, traducido felizmente por Braunstein como “hablente”, en un ingenioso traslado al español que respeta la propia raíz latina. Braunstein (2006) El goce. Un concepto lacaniano. Buenos Aires: Siglo XXI.

[3] Lacan (1953) “Función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis” en Escritos. México: Siglo XXI, 1987. P. 288.

[4] Lacan (2008) El reverso del psicoanálisis. Seminario 17. Argentina: Paidós. P. 74.

Pandemia e imagen. El aburrimiento como estrago existencial

Pandemic and image. Boredom as existential havoc

Palabras clave: Pandemia; aburrimiento; identidad; psicoanálisis; imagen virtual; CoVid19

Keywords: Pandemic; boredom; identity; psychoanalysis; virtual image; CoVid19

Resumen: Reflexión psicoanalítica en torno al aburrimiento como síntoma pandémico que expone la dependencia del sujeto a la imagen que de él aprueba el Otro, es decir, la sociedad, la cultura a la que pertenece. También se aducen observaciones clínicas de la oportunidad terapéutica que representa admitir la dependencia a la mirada y el reconocimiento de los demás en medio de una emergencia sanitaria que obliga al confinamiento no sólo físico sino también mental.

Abstract: Psychoanalytic reflection on boredom as a pandemic symptom that exposes the subject’s dependence on the image approved of him by the Other, that is, the society, the culture to which he or she belongs. Clinical observations are also adduced of the therapeutic opportunity represented by admitting dependence on the other’s gaze and the recognition of others in the midst of a health emergency that requires not only physical but also mental confinement.

 

La observación general de las consecuencias biopsicosociales de la pandemia por la COVID-19 se ha vuelto, naturalmente, un lugar común en el intento de comprender sus implicaciones. Mayoritariamente, el blanco de la consejería psicológica ha sido la propuesta de paliativos más o menos eficaces sobre los efectos del confinamiento, la expectativa angustiosa ante el posible contagio o las dificultades de la educación en casa de niños, niñas y adolescentes. Ciertamente, algunos “tips” caen bien en la pecera pero, no bastan en lo absoluto si no se piensa más detenidamente la estructura psíquica que subyace al padecimiento afectivo que explica la sintomatología que observamos en la consulta psicoterapéutica.

 

Desde el punto de vista de la teoría psicoanalítica, compete examinar las causas profundas de estos efectos conductuales que emergen en la forma de trastornos ansiosos y anímicos. Es decir, diferenciamos el núcleo inconsciente del sujeto respecto de su manifestación cognitiva, emocional y relacional. Por ejemplo, podemos localizar el fenómeno de la fatiga pandémica como un modo de regular la alta exigencia que significa el autocuidado en este contexto. A tal punto llega la urgencia de prevenir el contagio que el sujeto, sosteniendo la vigilancia, acaba extenuándose hasta el punto en que abandona las medidas de protección. Esta fatiga, entonces, es una manera de gestionar el afecto invertido pero, no revela la causa singular que este sujeto alberga en su aparato psíquico.

 

La estructura psíquica se conforma sobre la base de una operación muy temprana que consiste en que el bebé se identifica con una imagen de sí mismo. Al mirarse en el espejo, por ejemplo, verifica que él o ella es eso que aparece ahí. Es decir, una imagen se identifica con la sentencia de identidad: “yo soy eso”. Descubrirse a sí mismo como infante o, mucho después, como un adulto perteneciente a un grupo social, a una campaña ideológica, a un color político, una creencia o un rol determinado, en cualquier caso, ser identificado y reconocido, causa placer. De hecho, el sujeto realiza grandes esfuerzos para obtener de los demás ese reconocimiento. Esto explica la necesidad básica de sostener una identidad la cual, y éste es el aspecto problemático que aflora en pandemia, debe ser sometida a la prueba del Otro ―entendido como la sociedad, la cultura y el lenguaje humano en sí mismo. Que el sujeto se crea ser algo no basta. Eso que cree de sí debe ser ratificado por otras personas. De otro modo, en el aislamiento, el sujeto se pierde de vista, pues no hay “espejos”, no hay otros sujetos ante los cuales pueda obtener la verificación de su identidad. Si a ello sumamos una mascarilla que esconde el rostro ―esta condición real y concreta, además de obligatoria―, la posibilidad de ser reconocido se reduce aun más, alcanzándose el peligro de la desaparición.

 

Este fenómeno de la imagen identificatoria es tan crucial en el aparato psíquico que la mirada misma puede convertirse en un riesgo psicológico cuando nos vemos forzados a tener entrevistas virtuales. En circunstancias normales, la mirada presencial que las personas nos dirigimos mutuamente apunta un vector directo sobre los ojos del interlocutor. Pero cuando la comunicación se basa en una imagen digital gracias a las webcams, ocurre que no es posible mirarse a los ojos recíprocamente en tiempo real. La única manera es que uno de los contertulios se fije en el foco de la cámara enviando así una imagen directa de su mirada al otro que la recibe en pantalla quien, a su vez, responderá en ángulo visual oblicuo, capturando su propia imagen mirando hacia un costado. No hay posibilidad de que estos telehablantes se miren derechamente a los ojos. Otra grieta en la identidad que nos brinda la imagen.

Pues bien, una vez recluso el sujeto en su hogar, inhabilitado de obtener el reconocimiento cotidiano de los demás, casi silenciado por un bozal sanitario, trasformado en un avatar digital con el que trabaja desde casa, o sea, otra forma de alienación en una imagen virtual, en tales circunstancias, desesperadamente buscará sostenerse en una existencia limitada. Se procurará rutinas que amortigüen su evanescencia. No obstante, no será posible emular una vida “normal” y se verá inevitablemente confrontado consigo mismo. Ante la ausencia del Otro, la relación intrasubjetiva se amplifica. Las rumias aumentan y se complejiza el manejo de los afectos, las demandas internas y el propio sentido existencial.

 

La sola etimología de una palabra que frecuenta la queja neurótica en estos días revela el centro de esta cuestión: aburrimiento. Desde el latín, puede interpretarse como el horror (horrere) ante sí mismo (ab), o sea, el verbo ‘ab-horrere’. Y es que si hay un afecto mortífero y transversal en los motivos de consulta, ése es el de aburrirse. Es decir, más acá de las conductas que decide el deseo de cada sujeto para gestionar el tedio de hallarse a solas ante sí mismo, la experiencia de encontrarse con lo más propio y singular, sin referentes externos, ha resultado en estragos psicodinámicos que la población acusa con alarma. Hallarse a solas ante sí mismo conlleva enfrentar lo que cada cual es antes de conseguir el reconocimiento ajeno. Lo que realmente se desea, horroriza, justo al revés de desear lo que se supone que se debe desear ―nuevamente, a partir de lo que los demás definen como expectativa.

 

Esta dinámica del sujeto ante sí y ante el Otro, con el aburrimiento y el reconocimiento oponibles, cabe como teoría de lo inconsciente, de modo tal que no entraña un juicio de valor sino una observación clínica que, paradójicamente, descubre una oportunidad terapéutica. Si el sujeto padece de una identidad determinada por la aprobación del Otro, cuando éste se escabulle, quedando aquél a expensas de su soledad reflexiva, aun cuando descubre su horror propio ―no pocas veces resultado del vacío que dejan las dependencias―, aun así, tiene la ocasión favorable de admitir qué es cuando nadie lo mira. Qué cree o qué espera de sí mismo sin que medie la identificación de los demás la cual, por tanto, deberá conquistar por sus propios méritos, sin espaldarazos ni consensos, sin encomios ni reproches. A solas, el sujeto padece aburrido. Encerrado en sí mismo halla lo que realmente es y tiene, y sólo en la asunción de ello puede y podrá atravesar la pandemia del sinsentido y el cristal del espejo que rige su voluntad. O bien, sucumbirá a las directrices que el entorno social ha programado para que sean instaladas allí donde la identidad depende del qué dirán.

 

 

 

 

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