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La angustia en psicoterapia psicoanalítica

La angustia es y será el síntoma o experiencia fundamental con el que lidiamos en psicoterapia. No importa si se trata de una obsesión compulsiva, una histeria moderna —que es como podemos entender la fibromialgia— o si es la manifestación de las desesperaciones de quien padece alguna adicción a drogas o alcohol; la angustia siempre es el motivo central por el cual alguien consulta o solicita ayuda psicoterapéutica. Pero no es solamente un afecto, es decir, algo que nos afecta. Tampoco es un estado emocional o vivencia existencial. Claro, hay una angustia existencial, pero de eso se encarga la psicoterapia existencial.

                Muchas veces, escuchamos de la angustia en situaciones de mucho estrés o cuando una persona necesita que algo ocurra como lo espera pero, en esa espera de sus expectativas, se angustia, sufre por no saber cómo van a salir las cosas o por qué están ocurriendo como están ocurriendo. Esta manera de presentarse la angustia nos da una clave de cómo funciona y es indispensable que los alumnos en formación psicoterapéutica dediquen tiempo a investigar su propia angustia, la que les rodea, la que siempre está. Pues, en efecto, la angustia siempre está presente y para poder lidiar con ella, debemos intentar comprender qué es y cómo funciona.

                Partamos por decir que la angustia se experimenta como un padecimiento que secuestra la conciencia del sujeto, es decir, que lo atrapa, lo absorbe, lo consume. Mientras se tiene angustia, uno puede a veces fingir que no pasa nada y evitar así que otros se percaten que uno está angustiado, sin embargo, “por dentro”, uno sabe que lo está y que ese estado es horroroso. Por cierto, si se intensifica, todos acabarán por darse cuenta. En la angustia, el sujeto siente que está descentrado de su posición habitual. Padece de angustia pero no sabe por qué. E incluso, muchas veces tiene alguna idea de por qué está angustiado, pero nunca hay una certeza absoluta pues si tuviera total comprensión de su angustia y supiera exactamente por qué siente eso, tal experiencia se llamaría miedo, preocupación, ira, celos, nostalgia, etc. Cuando el sujeto tiene la experiencia de esa total inquietud subjetiva pero no sabe a qué se debe o sus ideas son indecisas, entonces, hablamos de angustia.

                La angustia, nos dice el psicoanalista francés Jacques Lacan, es una “señal”, una especie de alerta de que algo pasa en la “otra escena”, es decir, en lo inconsciente. Si es así, en lo inconsciente se ha producido una conflictiva, una crisis intrasubjetiva (interior al sujeto) que reverbera a la superficie consciente en forma de ese aviso angustioso. Es como si hubiera un “peligro interno” que reclama la atención del Yo. Es el sujeto del inconsciente el que alerta al Yo de que algo está pasando y que eso que está pasando podría poner en riesgo la estructura de personalidad. Por lo tanto, la angustia estaría actuando, según nos enseña Lacan, como una defensa que intenta cuidar el sistema psíquico. En ese sentido, obsérvese bien, hay un deseo del sujeto del inconsciente que consiste en preservarse a sí mismo. Como cualquier organismo viviente, quiere vivir y cuando siente peligro de desintegración, demanda a través de esta angustia. Por tanto, la angustia es expresión de un deseo inconsciente anticipatorio ante el peligro detectado.

                En este punto, tenemos que establecer y señalar un hecho fundamental, a saber, que el ser humano habla. Somos seres hablantes. Y hablar es una forma de comunicación extraordinariamente compleja pues el lenguaje humano se ha desarrollado hasta un nivel en que es capaz de referir objetos muy abstractos, justamente, como lo inconsciente, la subjetividad, la divinidad o el amor. Y sin embargo, lo que hacemos es señalar con palabras o significantes, esos objetos, sean abstractos o materiales. Lo que hacemos siempre es apuntarlos con significantes, pero nunca damos con ellos directamente. Esta sola experiencia intrínseca del ser humano es invariablemente enajenante, es decir, aparta al sujeto de eso que le parece que es lo real.

                Cuando los amantes se dicen mutuamente “te amo”, lo que hacen es recurrir al universo de los significantes para encontrar allí esa frase, mil veces dicha, suponiendo que para todo el mundo significa lo mismo y que basta con decirla para expresar el propio significado. No obstante, todos sabemos que no es así, que al decirla, uno se somete al imperio del lenguaje y se deja expresar a través del él. Pero ninguna frase es capaz de manifestar, absolutamente, cada ínfimo detalle o cada específica manera de sentir de cada particular persona en cada especial ocasión. Y sin embargo, así existimos, dejando de lado gran parte de esa experiencia para ponerla en el lenguaje, en significantes que forman frases, cartas enteras, libros, anuncios, discursos, etc., que dicen “por nosotros” lo que nosotros querríamos decir. Ahora bien, ¿funciona? Claro que sí. La gente logra comunicarse. Decirse cosas y transmitirse ideas, sentimientos, ocurrencias, sueños, verdades y mentiras. La gente usa el lenguaje dejándose usar por el lenguaje. Y la dimensión subjetiva que no cabe en el lenguaje, lo específico, se sustrae, se reprime, se conserva en lo inconsciente.

                Ahora bien, considérese por un momento que lo Otro es el lenguaje, es decir, que cuando decimos lo Otro (con mayúscula), nos referimos al universo total de todos los significantes disponibles para el ser hablante. De ese Otro extraemos lo que necesitamos para decir algo o para decirnos a nosotros mismos algo (pues uno se habla a sí mismo todo el tiempo). Pues bien, ese Otro es el inconsciente y allí respira la angustia. La angustia tiene mucho que ver con eso que no queda dicho, con aquella experiencia extralingüística que lo Otro no logra facilitar. Es como si en la otra escena se estuviera diciendo algo que no halla las palabras para ser dicho y tal conflictiva genera lo que llamamos angustia. Está el deseo de decir pero no hay cómo o algo obstruye esa expresión. El deseo del sujeto inconsciente no consigue que el Otro le brinde los significantes que necesita para señalar su real.

                Entonces, la angustia es el resultado de algo que está reprimido, de algo que no ha sido descargado en la experiencia del Yo. Hay en el Otro del sujeto una acumulación de excitaciones o fuerzas inconscientes que inundan lo inconsciente y abruman el aparato psíquico. Al mismo tiempo, hay que tener en cuenta que las primeras experiencias de angustia las sufre el bebé, cuando apenas está tomando conciencia de que hay un mundo y que en este mundo, él tiene un cuerpo. Pero no experimenta su cuerpo como algo compacto, unificado y unitivo. Las primeras impresiones de la propia corporalidad son desorganizadas; se viven como un cuerpo fragmentado que, poco a poco, el niño irá integrando y haciéndose la idea de que es un ser humano, mientras todo el mundo encarga de inscribirle significantes para que hable, para que se exprese. Asimismo, en el juego de “espejos” —metáfora del Estadio del Espejo—, el niño (macho y hembra) se conforma como lo que es gracias a lo que los demás le dicen que es. Su autoimagen proviene de otro que actúa como espejo de él o ella, por tanto, de nuevo se enajena.

                En consecuencia, hay algo que no queda dicho en la angustia. Algo que ningún significante del gran Otro puede ofrecer para que el Yo lo emplee. En infinidad de contextos, lo que no encuentra ningún significante útil es, justamente, la discontinuidad. Llegar a sufrir la discontinuidad significa que se descubre que los seres tienen un límite en su ser o, dicho de otro modo, que somos limitados, que mi existencia concreta llega hasta donde llega mi piel. Que aunque piense en él, ella o ellos, yo no soy ellos y que pensar no significa que haya continuidad entre lo otro (con minúscula) y lo que yo soy. El sujeto descubre así que hay separación; que todo está separado de todo aunque esté muy junto, pegado a otro, yuxtapuesto o al lado. Una cosa es lo que es y no lo que no es. Una cosa es mi madre y otra soy yo. He ahí una primera angustia: descubrir que mi madre no es mía y que yo no soy de ella; que somos dos seres aparte. ¿Cuál función se encarga se diferenciar una cosa de otra mostrando que todo está separado de todo? El lenguaje, esa gran otredad de donde obtenemos significantes que, cada vez que los uso, lo que hago es distinguir una cosa de otra. Ahí, justo entremedio de un significante y otro, hay una línea delgada de separación que los distingue. Esa línea es muy delgada, muy angosta, tan angosta que de ese significante (angosto) extraemos la palabra angustia, eso que nos indica la gran separación. Por ello, el Edipo, ese esquema que señala la separación del hijo respecto de su madre, que le da autonomía, es la primera fuente de angustia y esta angustia seguirá siendo recordada en muchas otras oportunidades que constituyen la neurosis que nos encontramos en psicoterapia.

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