Pandemia e imagen. El aburrimiento como estrago existencial
Pandemic and image. Boredom as existential havoc
Palabras clave: Pandemia; aburrimiento; identidad; psicoanálisis; imagen virtual; CoVid19
Keywords: Pandemic; boredom; identity; psychoanalysis; virtual image; CoVid19
Resumen: Reflexión psicoanalítica en torno al aburrimiento como síntoma pandémico que expone la dependencia del sujeto a la imagen que de él aprueba el Otro, es decir, la sociedad, la cultura a la que pertenece. También se aducen observaciones clínicas de la oportunidad terapéutica que representa admitir la dependencia a la mirada y el reconocimiento de los demás en medio de una emergencia sanitaria que obliga al confinamiento no sólo físico sino también mental.
Abstract: Psychoanalytic reflection on boredom as a pandemic symptom that exposes the subject’s dependence on the image approved of him by the Other, that is, the society, the culture to which he or she belongs. Clinical observations are also adduced of the therapeutic opportunity represented by admitting dependence on the other’s gaze and the recognition of others in the midst of a health emergency that requires not only physical but also mental confinement.
La observación general de las consecuencias biopsicosociales de la pandemia por la COVID-19 se ha vuelto, naturalmente, un lugar común en el intento de comprender sus implicaciones. Mayoritariamente, el blanco de la consejería psicológica ha sido la propuesta de paliativos más o menos eficaces sobre los efectos del confinamiento, la expectativa angustiosa ante el posible contagio o las dificultades de la educación en casa de niños, niñas y adolescentes. Ciertamente, algunos “tips” caen bien en la pecera pero, no bastan en lo absoluto si no se piensa más detenidamente la estructura psíquica que subyace al padecimiento afectivo que explica la sintomatología que observamos en la consulta psicoterapéutica.
Desde el punto de vista de la teoría psicoanalítica, compete examinar las causas profundas de estos efectos conductuales que emergen en la forma de trastornos ansiosos y anímicos. Es decir, diferenciamos el núcleo inconsciente del sujeto respecto de su manifestación cognitiva, emocional y relacional. Por ejemplo, podemos localizar el fenómeno de la fatiga pandémica como un modo de regular la alta exigencia que significa el autocuidado en este contexto. A tal punto llega la urgencia de prevenir el contagio que el sujeto, sosteniendo la vigilancia, acaba extenuándose hasta el punto en que abandona las medidas de protección. Esta fatiga, entonces, es una manera de gestionar el afecto invertido pero, no revela la causa singular que este sujeto alberga en su aparato psíquico.
La estructura psíquica se conforma sobre la base de una operación muy temprana que consiste en que el bebé se identifica con una imagen de sí mismo. Al mirarse en el espejo, por ejemplo, verifica que él o ella es eso que aparece ahí. Es decir, una imagen se identifica con la sentencia de identidad: “yo soy eso”. Descubrirse a sí mismo como infante o, mucho después, como un adulto perteneciente a un grupo social, a una campaña ideológica, a un color político, una creencia o un rol determinado, en cualquier caso, ser identificado y reconocido, causa placer. De hecho, el sujeto realiza grandes esfuerzos para obtener de los demás ese reconocimiento. Esto explica la necesidad básica de sostener una identidad la cual, y éste es el aspecto problemático que aflora en pandemia, debe ser sometida a la prueba del Otro ―entendido como la sociedad, la cultura y el lenguaje humano en sí mismo. Que el sujeto se crea ser algo no basta. Eso que cree de sí debe ser ratificado por otras personas. De otro modo, en el aislamiento, el sujeto se pierde de vista, pues no hay “espejos”, no hay otros sujetos ante los cuales pueda obtener la verificación de su identidad. Si a ello sumamos una mascarilla que esconde el rostro ―esta condición real y concreta, además de obligatoria―, la posibilidad de ser reconocido se reduce aun más, alcanzándose el peligro de la desaparición.
Este fenómeno de la imagen identificatoria es tan crucial en el aparato psíquico que la mirada misma puede convertirse en un riesgo psicológico cuando nos vemos forzados a tener entrevistas virtuales. En circunstancias normales, la mirada presencial que las personas nos dirigimos mutuamente apunta un vector directo sobre los ojos del interlocutor. Pero cuando la comunicación se basa en una imagen digital gracias a las webcams, ocurre que no es posible mirarse a los ojos recíprocamente en tiempo real. La única manera es que uno de los contertulios se fije en el foco de la cámara enviando así una imagen directa de su mirada al otro que la recibe en pantalla quien, a su vez, responderá en ángulo visual oblicuo, capturando su propia imagen mirando hacia un costado. No hay posibilidad de que estos telehablantes se miren derechamente a los ojos. Otra grieta en la identidad que nos brinda la imagen.
Pues bien, una vez recluso el sujeto en su hogar, inhabilitado de obtener el reconocimiento cotidiano de los demás, casi silenciado por un bozal sanitario, trasformado en un avatar digital con el que trabaja desde casa, o sea, otra forma de alienación en una imagen virtual, en tales circunstancias, desesperadamente buscará sostenerse en una existencia limitada. Se procurará rutinas que amortigüen su evanescencia. No obstante, no será posible emular una vida “normal” y se verá inevitablemente confrontado consigo mismo. Ante la ausencia del Otro, la relación intrasubjetiva se amplifica. Las rumias aumentan y se complejiza el manejo de los afectos, las demandas internas y el propio sentido existencial.
La sola etimología de una palabra que frecuenta la queja neurótica en estos días revela el centro de esta cuestión: aburrimiento. Desde el latín, puede interpretarse como el horror (horrere) ante sí mismo (ab), o sea, el verbo ‘ab-horrere’. Y es que si hay un afecto mortífero y transversal en los motivos de consulta, ése es el de aburrirse. Es decir, más acá de las conductas que decide el deseo de cada sujeto para gestionar el tedio de hallarse a solas ante sí mismo, la experiencia de encontrarse con lo más propio y singular, sin referentes externos, ha resultado en estragos psicodinámicos que la población acusa con alarma. Hallarse a solas ante sí mismo conlleva enfrentar lo que cada cual es antes de conseguir el reconocimiento ajeno. Lo que realmente se desea, horroriza, justo al revés de desear lo que se supone que se debe desear ―nuevamente, a partir de lo que los demás definen como expectativa.
Esta dinámica del sujeto ante sí y ante el Otro, con el aburrimiento y el reconocimiento oponibles, cabe como teoría de lo inconsciente, de modo tal que no entraña un juicio de valor sino una observación clínica que, paradójicamente, descubre una oportunidad terapéutica. Si el sujeto padece de una identidad determinada por la aprobación del Otro, cuando éste se escabulle, quedando aquél a expensas de su soledad reflexiva, aun cuando descubre su horror propio ―no pocas veces resultado del vacío que dejan las dependencias―, aun así, tiene la ocasión favorable de admitir qué es cuando nadie lo mira. Qué cree o qué espera de sí mismo sin que medie la identificación de los demás la cual, por tanto, deberá conquistar por sus propios méritos, sin espaldarazos ni consensos, sin encomios ni reproches. A solas, el sujeto padece aburrido. Encerrado en sí mismo halla lo que realmente es y tiene, y sólo en la asunción de ello puede y podrá atravesar la pandemia del sinsentido y el cristal del espejo que rige su voluntad. O bien, sucumbirá a las directrices que el entorno social ha programado para que sean instaladas allí donde la identidad depende del qué dirán.
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