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La perversión en psicoanálisis

Por Nicolás Berasain

La indecencia

            No es ningún secreto que en la práctica cotidiana no se encuentra demasiado frecuentemente con la perversión a secas, como estructura psíquica. Los colegas forenses, en cambio, lidian a menudo con sujetos perversos en el marco de los peritajes que el poder judicial demanda. De hecho, esa demanda es justamente la de otro jurídico, casi nunca del propio perverso. El perverso no se cuestiona por su condición; su conducta no lo conflictúa al modo en que el neurótico lo hace consigo mismo. Y no por otra razón es que las entrevistas con perversos pueden resultar a veces intimidantes o incómodas para quien está habituado a la queja respecto de sí mismo. Desde una indolencia crasa hasta una autocomplacencia impúdica, el perverso exhibe un modus vivendi disruptivo hasta el punto en que la norma social se ve resentida por su discurso y sus acciones, evidentemente, aquellas que alcanzan el delito y el crimen, o, sencillamente, la “indecencia”.

Perversión como psicoanálisis

            En latín, el verbo decere quiere decir “ser apropiado”, y de donde proviene el participio decente. El ser que se adapta para ser apropiado, para volverse propio respecto de otro que lo posee. O sea, la decencia es una actitud que se subordina al gran Otro cultural que define qué le es propio y qué no. Desde aquí, pensemos en el infans que aún no ha sido capturado completamente por la red de significaciones sociales que sus cuidadores se esmerarán en inculcarle. Este niño aún está en un paraíso edénico en que no tiene conocimiento del bien y el mal, y por ende, actúa sin temor a las consecuencias de sus actos. No está para él en el horizonte de posibilidades que haya una penitencia producto de si actúa de un modo o de otro. Sigmund Freud, en sus Tres ensayos de teoría sexual[1], postula que la perversión polimorfa infantil no concentra la excitación en los genitales sino que es capaz de expresarla en distintas partes del cuerpo, convirtiendo en zonas erógenas miembros, órganos y funciones fisiológicas. Pero además, agrega que naturalmente, la excitación sexual no es conducente a la cópula genital y, desde luego, tampoco a la reproducción. Así, puede hablarse de un autoerotismo infantil, entendiendo la masturbación que le es propia no tanto como estimulación directa sobre el clítoris o el pene, sino más bien, como una búsqueda de placer en el propio cuerpo sin que exista aún investidura de ideales eróticos de ninguna suerte.

            El término polimorfo, es decir, que es capaz de tomar múltiples formas, queda así explicado en la amplitud de zonas erógenas que pueden hallarse. En la persecución de la homeostasis, el infante se procura placer a partir de objetos que pueden ser tanto él mismo como otras personas u otras materialidades. Una amplia gama de experiencias pueden constituirse en oportunidades de obtención de placer, incluso contra el “sentido común” de sus cuidadores, quizá acongojados de sus sufrimientos inexplicables. De hecho, la excitación antes señalada es muy posiblemente ya satisfactoria. La respuesta psicofisiológica a estímulos orgánicos internos, como por ejemplo, la digestión, o a estímulos externos, como el frío o la oscuridad, representan en el infante una forma de satisfacción precisamente en la excitación que producen. Con todo, existen para éste ciertos estímulos que desembocan en montos de placer que capturan su corporalidad hasta el punto en que hacen cesar toda excitación, descargando así todo rastro de tensión, que es el punto en que el lactante, verbigracia, se queda dormido.

            Con el tiempo, la primera infancia (0 a 5 años) desarrolla una tendencia a la catexis sexual en los genitales, convirtiéndolos a la función que tendrán en la adultez. Pues bien, si segmentamos en dos tiempos, pregenital y genital, esta relación con el placer, tenemos una primera clave de la estructura perversa en el psicoanálisis. En cierto modo, el infans, que empieza a balbucear mímicamente significantes que oye y repite, que hace demandas chillonas que la madre transmuta en signos, comienza a ingresar en el registro simbólico, mas aún sin la sumisión que advendrá para convertirlo en sujeto de derecho. El infans pregenital posee en esta fase un goce “acéfalo”, al decir de Lacan. Un goce autista que va a contrapelo del Otro y que, en esa especie de independencia simbólica, donde lo imaginario tiene primacía, pueden haber accidentes que fijen la libido en zonas erógenas pregenitales. Al no haber goce del Otro, pues no hay Otro, fuerzas centrípetas convergen en sí mismo, negligentes de los efectos de ese goce.

En este sentido, Miller (1998) afirma que los síntomas del neurótico «constituyen el propio orden social»[2], eso que justamente, afrenta el perverso “adulto”. Y de hecho, el Kant con Sade[3] de Lacan es un trabajo que apunta a la cuestión social como un eje que se cruza con la perversión. Plantea el problema de la universalidad impuesta por un amo entronado por el saber que pretende ostentar. Asimismo, de esta misma cuestión, se desprende la interrogante por el saber del psicoanálisis y su relación con el furor curandis. ¿Es la remisión sintomática el fin último del análisis? Ciertamente, no, concluye Lacan. Por demás, constatando que hay algo incurable, esa “roca” rebelde que no cede. Y es esa castración que justamente el perverso pretende no existir. Por otro lado, por cura no entenderemos ese afán sanador de las psicoterapias, cuyo ideal está cifrado en parámetros sociales, usualmente relativos al funcionamiento de la persona, o sea, no del sujeto. Es lo que por añadidura opone el psicoanálisis a la psiquiatría, esta última abocada a la supresión obsesiva del malestar, aun arriesgando el gatopardismo medicinal.

El psicoanálisis de Kant con Sade se concentra en el fantasma. Y no cuesta mucho observar cómo el fantasma sadeano tiene algo de lacaniano en el sentido en que analíticamente se espera una suerte de cinismo al final del análisis. Un cinismo filosófico que deja resonar al Dolmancé extramoral. Sade hace que sus personajes iconoclastas sean susceptibles de poner en analogía con el analizante que descubre lo incurable de ser lo que es, justamente, eso que el perverso parece saber a priori. Y es de eso incurable, del goce, de lo que se trata la orientación lacaniana, ya que el síntoma no siendo el objetivo de la terapéutica analítica deja lugar al atravesamiento del fantasma, esa interpretación encuadrada y ubicua que nos determina como realidad psíquica, para acceder a algo de lo real propio. En consecuencia, un real no social ni moral que está más allá del fantasma.

Quizá es por ello que Lacan pone en perspectiva al perverso no sólo como estructura psíquica junto a las otras dos, la psicosis y la neurosis, sino como homólogo del analizante que finaliza su cura y descubre por qué está en este mundo, vale decir, para gozar, cosa que el perverso sabe de suyo. En Los signos del goce, Miller extrae esta noción apuntando a que es «lo que hace Lacan a propósito de Sade y Kant, cuando formula la posición perversa en términos de «derecho al goce». Esta posición no cuestiona la razón de ser y orienta al perverso en la existencia»[4]. Como un analizante final, el perverso sabe adónde dirigirse y, en cierto modo, tal y como el niño no duda de su subjetividad rudimentaria ni se la cuestiona.

Decíamos al inicio que el perverso polimorfo ha libidinizado regiones de su cuerpo que no están creadas para la reproducción de la especie haciéndolas, no obstante, posibles de goce. Como semblantes de esos objetos se levanta el objeto a, imaginario en tanto lugar agalmático de algo radicalmente real, prístino y éxtimo, de modo que « la perversión es la elección original del lado de a, mientras que la neurosis es la elección del lado del sujeto»[5].

Ahora bien, Lacan inclinará la perversión del lado masculino, o sea, del lado que tiene el falo, y del lado femenino el imperativo superyoico de gozar, derivándose que el varón tiene derecho a gozar del cuerpo de la mujer… sin su permiso. Pero la problemática sadeana es más compleja que esta aparente y ridícula arenga machista. Ciertamente, no se trata del hombre abusando de la mujer, sino de lo masculino obedeciendo a lo femenino que exige masoquistamente un goce absolutamente otro. «La perversión es un rasgo masculino, una acentuación del deseo masculino, porque la constitución misma del deseo está del lado masculino [refiriéndose a las fórmulas de la sexuación]. La estructura misma de ese deseo contiene la estructura perversa en el hombre»[6], lo cual explica por qué las fantasías neuróticas tienen carácter perverso. Pero ahí se quedan, sin cumplirse, siendo sólo gozadas como deseo, del lado del decir, como pura elaboración metonímica de lo que un perverso cumple. Es la diferencia entre deseo y voluntad de goce, o la diferencia entre querer sanar dolores versus querer algo más allá de esa expectativa psiquiátrica o psicoterapéutica. Inclusive, es la distinción entre Kant y Sade, propiamente hablando. El primero aspirando a una moralidad que se sostenga en una voluntad suscrita al gran Otro, al orden social, simplemente dinamizándolo como bucle repetitivo, y el segundo, que no pretende la homeostasis del bebé, la sanación, el bienestar, sino un fin de análisis, una caída del significante que no servirá más que para mancillarlo ―de ahí, las coprolalias pervertidas.

      La analogía entre perversión y neurosis para poner al frente psicoanálisis y psicoterapia queda propuesta en la extracción que hace Lacan de un objeto a desde la ética kantiana, donde el imperativo categórico pretende una universalidad que no es auténtica en el fondo en tanto que sigue siendo una especie de autocomplacencia. ¿Por qué alguien querría que el otro pueda desear que la máxima de su acción pueda tener ese valor aplicable a todos los demás? Sólo porque le supone una simetría respecto del bienestar que ha quedado acuñado como universal. Sade, en cambio, interpela bruscamente que el goce pueda ser universalizable, tal y como el fin de análisis debería manifestar. Para Lacan, en Kant y su imperativo, hay un objeto escondido que delata la incongruencia última de los principios morales. Éstos no son más que regulaciones artificiales ―y artificiosas― que mediante convencionalismos y consensos, muchas veces forzados por la violencia, obtienen un orden frágil y consuetudinario para la coexistencia. O sea, no son principios morales que puedan sostener su propio goce, como sí lo haría el fantasma sadeano. Sin embargo, éste también es frustráneo y acaba naufragando pues, a la postre, también se expresa desde el deseo. Nos ilustra Lacan en el seminario de La angustia que la «voluntad de goce» en el perverso es, como en cualquier otro, una voluntad que fracasa, que encuentra su propio límite, su propio freno, en el ejercicio mismo del deseo […] el perverso no sabe al servicio de qué goce ejerce su actividad»[7]. Al menos, en la propuesta de la homología con la cura analítica, algo de lo real queda en las manos y la boca pecaminosas del perverso como en las del niño que aún no habla ni desea para el Otro.

        

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Referencias

Freud, S. “Tres ensayos de teoría sexual”. En Obras Completas, Tomo VII. Buenos Aires: Amorrortu. 

Freud, S. “Psicología de las masas y análisis del yo”. En Obras Completas, Tomo XVIII. Buenos Aires: Amorrortu. 

Freud, S. “Introducción del narcisismo”. En Obras Completas, Tomo XIV. Buenos Aires: Amorrortu.

Lacan (1981) Seminario 1, Los escritos técnicos de Freud. Buenos Aires: Paidós

Lacan (2018) Seminario 10, La angustia. Buenos Aires: Paidós

Miller (1998), Los signos del goce. Buenos Aires: Paidós. 

Mildiner, B. “Saber-hablar”. En Revista Lacaniana Nº 19.

Delgado (2012) La aptitud del psicoanalista. Buenos Aires: Eudeba.

[1] Freud (1992) Obras Completas, Tomo VII. Buenos Aires: Amorrortu.

[2] Miller (1998), Elucidación de Lacan. Buenos Aires: Paidós. P. 203

[3] Lacan (1987) Escritos. México: Siglo XXI.

[4] Miller (1998), Los signos del goce. Buenos Aires: Paidós. P. 84.

[5] Ibid., p. 91.

[6] -Miller (1998), Op. Cit., p. 228.

[7] Lacan (2018) Seminario 10, La angustia. Buenos Aires: Paidós. P. 164.

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