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La diosa DeMeTer y la verdad psicodélica

Por Nicolás Berasain  

            La ceremonia eleusina de la antigua Grecia incluía la ingesta de enteógenos, que casi uno debería escribir “enZEUgenos”, que es de donde viene la palabra “teo, theo”, y después, ´deus’…. Sí, viene de Zeus. Pero da igual, hoy cuando decimos en-teó-geno, no pensamos en esa rijosa deidad cuya invocación no era sin consecuencias. De hecho, el rito eleusino daba bienvenida a otro dios, Pan. Esa especie de fauno lujurioso, perspicaz y amoral que hacía de los bosques el lugar de la exuberancia sexual, el frenesí extático y la fecundidad ilimitada. Tal fuerza, sin embargo, producía azotes feroces contra la inocencia de doncellas. Las no tan doncellas, por otro lado, querían su fuerte olor, su virilidad, que no obstante, temían. El dios Pan podía suscitar ditirambos en los feligreses que se habían embriagado con vino o con el ciceón (κυκεών), ese brebaje del que no sabemos mucho pero, que hace pensar en nuestras sustancias psicodélicas contemporáneas. La divinidad de los volcanes, de la tempestad, pero también, de la vendimia y la gestación, capaz de impulsar la vida y de arrebatarla, generaba ambivalencia. Es por esta razón que del nombre de este ser mitológico deriva el vocablo “pánico”, o sea, lo relativo al dios Pan, la fuerza pánica. La fuerza que diluye límites, degrada diferencias, haciendo que todo sea todo. De hecho, es ésa una acepción etimológica que utilizamos hoy, al prefijar palabras con ‘pan-‘, como en “panacea” o “panamericana”, apunta a la totalidad. Y en el pánico clínico, ciertamente hay angustia por el todo y la nada. El sujeto se ve arrebatado por su evanescencia en la inmensidad.

             En las experiencias con enteógenos como la psilocibina o la ayahuasca, por ejemplo, los usuarios relatan sentirse tragados por la totalidad. Experimentan una fusión con lo otro, resultando ellos y todo, fundidos. Una osmosis cósmica hace atravesarse todo con todo, y las identidades se extravían -razón por la cual esta vivencia puede ser tan perturbadora. Si una persona ha pasado gran parte de su vida convenciéndose de quién es, o peor, buscando saber quién es y qué hace en este mundo, la absorción en las fauces pánicas puede ser su peor decepción pues allí descubrirá que, en el fondo, no es nada. O lo es todo, de un solo golpe de gracia. 

            Cada vez que he tenido la oportunidad de acompañar sujetos en pánico psicodélico en sesiones guiadas con propósito psicoterapéutico, he confirmado esta dimensión dionisiaca que ofrecen los enteógenos. Ciertamente, una ocasión mental que un buen números de usuarios evitan, defendiéndose con todas sus fuerzas apolíneas ante Pan, el dios del cuerpo, de la carne viva. El dios genital, voluptuoso e hilarante. Se resisten ante la corporalidad propia pues ella es fuente de expansión, y ésta, siempre abre márgenes para la posibilidad de mirar en el abismo. El abismo no está en el centro. No, no, el abismo es excéntrico. La energía centrífuga enteogénica invita a la expansión que aplasta las cercas del control del yo, ese ingenuo rondín que se supone nos cuida mientras dormimos. 

            El pánico psicodélico, en suma, no debiera ser entendido como un enemigo psíquico de estas experiencias. Eso del “bad trip” es una noción débil, que en cierto modo, se contrapone al ideal de placer y paz que se añoran sin trabajo ni mérito alguno. Como si el placer trascendente y la paz inquebrantable pudieran ganarse sólo con evitar y soportar la vorágine pánica. Bueno, por eso la abuela ayahuasca sigue siendo considerada el enteógeno más severo y honesto de todos. Sencillamente, no admite sandeces defensivas ni blindajes pusilánimes. No la retes, te aconsejo.

            Pero en el despacho clínico del día a día, la enredadera de la muerte nos permite extraerle una molécula. O mejor, invocar una partícula presente en múltiples rincones de la naturaleza: la dimetiltriptamina (DMT o N,N-DMT). La DMT es la diosa DeMeTer, escribámosla así para rendirle pleitesía a un alcaloide que nada tiene de espiritual. Los espirituales somos nosotros. La DMT es un vehículo, un agente enteogénico cuya naturaleza provee de condiciones bioquímicas para producir uno de dos fenómenos. Dos fenómenos que han despertado en la historia de la filosofía dos grandes corrientes de pensamiento irreconciliables, y con toda seguridad, fascinantes por igual. Esta dicotomía es análoga a aquella que Arthur C. Clarke nos legó con cierta ironía:

                              “Existen dos posibilidades: que estemos solos en el universo o que no lo estemos.

Ambas son igual de terroríficas”

            Esta dicotomía es entre trascendencia inmanencia. No puedo entrar en su esclarecimiento acá (para eso, se pueden seguir mis cursos de metafísica). Prefiero guiarme por la antinomia entre neuroteología, y la recientemente propuesta por Rick Strassman, “teoneurología“. La neuroteología “propone que el cerebro genera la experiencia espiritual”, mientras que la teoneurología postula que “el cerebro es el agente a través del cual Dios se comunica con los humanos” (Strassman (2014) DMT and the Soul of Prophecy, Park Street Press). Obviamente, y como el mismo autor lo señala, se trata de un modelo teocéntrico. Y nada menos que respecto de una diosa, la DeMeTer… 

         Experimentar con DMT en un contexto terapéutico brinda la oportunidad de revisar el propio “kiste“, ese cesto sagrado que las sacerdotisas eleusinas llevaban a la ceremonia iniciática. ¿Qué se bebe del “kernos” o vasija (kli) ritual? Pues cada cual se bebe a sí mismo. Por esa razón puede ser terapéutica, en el sentido exacto de “atendedora o cuidadora de sí”. Verse a sí propio más allá del discurso en que todos queremos quedar bien con el Otro; en que queremos ser vistos como sanos, felices y buenos. Pamplinas, nadie es homogéneo. Somos al menos dos. Somos padre y madre, adentro y afuera, y Demeter no da tregua ante esa verdad. Los griegos sabían que la verdad no es meramente una afirmación lógicamente válida. La verdad es desvelo (αλήθεια), revelación, es decir, es quitar el velo, es dejarse de mentiras pues da exactamente lo mismo si la verdad gusta o no, si tiene glamour o si es repulsiva, mientras sea verdad, es sagrada. Por eso en los bosques se adoraba la fecundidad, el roce, los besos, el canto, la poesía, la embriaguez, porque éstas son verdaderas, y los terapeutas psicodélicos lo sabemos. Bajo el trance psiconáutico las personas se revelan, muestran sus mentiras. ¿O acaso algún colega me refutaría cuántas miserias no aparecen en nuestros propios viajes? El punto es que éstas son tomadas alegremente como verdaderas, ni buenas ni malas, sólo ciertas, desnudas, flagrantes. 

        Llamo a Demeter en la DMT, a que sea camino a los misterios eleusinos de nuestra propia conciencia, en sus peldaños muy por encima de las polaridades estéticas de Apolo. Más allá están los océanos de la sabiduría cuya sed nos tortura y seduce.

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